Una de las figuras más trágicas de la
mitología griega es la reina Níobe. Era hija de Tántalo, quien había sido
condenado en los Infiernos a sufrir eternamente de hambre y sed por haber
robado la comida de los dioses.
Níobe, hermana de Pélope, se había casado
con Anfión, un gran músico que había ayudado a construir las murallas de Tebas
atrayendo a las rocas con el sonido de su lira. Los dos esposos llegaron a ser
reyes de esta ciudad.
Níobe tenía un gran motivo de orgullo. No
era por su belleza, aunque era hermosa, ni por la habilidad de su esposo, ni
por su reino ni por sus posesiones. Había dado a Anfión siete hijos y siete
hijas, todos de gran belleza, y en ellos basaba toda su felicidad. Habría
podido vivir una larga vida de dicha, pero sus palabras de orgullo trajeron la
desgracia a su casa.
En una ocasión, cuando se celebraban los
ritos de adoración para Latona y sus dos hijos, los dioses Apolo y Artemisa, la
reina Níobe dijo a quienes la rodeaban:
-Qué tontería es el adorar a seres que no
pueden ser vistos, en lugar de rendir pleitesía a quienes están frente a
vuestros ojos. ¿Por qué adorar a Latona y no a mí? Mi padre fue Tántalo, quien
se sentó a la mesa de los dioses. Mi esposo construyó esta ciudad y la gobierna.
¿Por qué preferir a Latona? Yo soy siete veces más dichosa, con mis catorce
hijos, mientras ella tiene solamente dos. Cancelen esta ceremonia inútil.
El pueblo de Tebas la obedeció, y los
rituales quedaron incompletos. Pero Latona había escuchado las palabras de
Níobe, y ssu venganza no se hizo esperar. Llamó a sus hijos Apolo y Artemisa,
les repitió las palabras de Níobe y los envió a castigar el orgullo de esa
mujer.
Ocultos por las nubes los dos dioses
pusieron pie en las torres de Tebas. Frente a la ciudad se celebraban juegos
atléticos, en los que participaban los hijos varones de Níobe y Anfión. Apolo
tomó su arco y sus flechas, y uno a uno mató a los jóvenes. El menor de ellos,
el único que quedaba, gritó al cielo: -¡Perdonadme, oh dioses! -Apolo quiso
respetar su vida por su ruego, pero la flecha ya había abandonado su arco y el
muchacho cayó muerto.
Advertida por los gritos de la gente, Níobe
llegó al campo donde se encontraban los cuerpos de sus hijos. A su alrededor
estaban sus hijas, que compartían con ella su dolor. Pero una a una, ellas
también fueron cayendo sin vida, por los dardos lanzados por Artemisa.
Abrazando a la más pequeña, mientras las
demás yacían a su lado, Níobe gritó: -¡Dioses, dejadme al menos una! -Pero fue
inútil, pues pronto la niña se desplomaba con una flecha en su pecho.
Al ver a sus hijos muertos, Anfión se
enfureció. Se dirigió al templo de Apolo e intentó prenderle fuego, pero el
dios lo abatió con sus flechas. Níobe tomó en sus brazos el cuerpo de la más
pequeña de sus hijas y huyó enloquecida a Asia Menor. Los restos de su familia
permanecieron insepultos durante nueve días, pues los dioses habían
transformado en piedra a los habitantes de Tebas. El décimo día, los propios
dioses les dieron sepultura.
Níobe vagó con el cadáver de su hija hasta
llegar al monte Sípilo. No pudo avanzar más, pues su dolor no le permitía moverse.
El viento no agitaba su cabello, sus ojos quedaron fijos en el rostro de su
hija, la sangre dejó de fluir dentro de ella. Se transformó en una roca, pero
sus ojos siguieron vertiendo lágrimas que dieron origen a un manantial.
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