Vivía en la Guajira un cacique indio, jefe
la tribu hipoana, de inflexible carácter y temido por su crueldad. Este
cacique, llamado Caraire, había recogido, desde muy pequeña, a una
sobrina suya, huérfana llamada Irúa, a la que quería como hija y de cuya
belleza y hermosura se enorgullecía, despreciando a cuantos deseaban tomarla
por esposa.
Caraire deseaba casarla con su amigo
inseparable Jarianare, el más rico y poderoso de todos los habitantes
de la comarca; su fortuna era fabulosa y su dueño soñaba compartirla con la
bella india que huía de él. La muchacha estaba locamente enamorada de su
compatriota Arite , indio intrépido y arrogante, pero desprovisto de
fortuna, que no contaba más que con el día y la noche. Este se presentó un día
a ver al jefe y le pidió a Irúa por esposa. Fue rechazado con todo desprecio
por el cacique echándole en cara su pobreza, y tuvo que retirarse, triste y
desalentado, sintiendo desgarrado su corazón, porque con pasión amaba a la joven.
Desde entonces fue su amor más fuerte y
fiero; intentaba convencer a la india para que huyese con él a los últimos
confines del mundo: pero Irúa temía la cruel venganza del cacique, que les
hubiera perseguido y dado alcance y prefería esperar y convencerle.
Caraire, deseando alejar cuanto antes a
Arite de la joven, le propuso ir a guerrear con él contra las vecinas tribus
indias, con las que sostenía frecuentes guerras. El muchacho aceptó, con la
esperanza de que al ser dueño de un gran botín, conseguiría fácilmente a Irúa,
la más codiciada de las mujeres indias. se despidió con gran dolor de la
muchacha y ella le dijo:
-Marcha tranquilo, que yo no quebraré mis
juramentos.
Trieste y silenciosa quedó la doncella, con
las mejillas bañadas en lágrimas, cuando vio venir hacia ella al cacique, que
con tono inflexible, le dijo:
-Arite ya no volverá: En breve celebrarás
tu matrimonio con el indomable Jarianare.
No pudo escuchar más la joven; su cuerpo se
tambaleaba y sintiendo que se le iba la vida cayó desfallecida.
Al día siguiente apenas amaneció, se
levantó muy decidida y se encaminó a consultar al más sabio de los viejos de la
Guajira, un mago a quien todos los habitantes veneraban. Veía el porvenir en
los astros y en las tranquilas aguas de las fuentes y en rocío de las flores.
Irúa le explicó sus sufrimientos y el mago, consultando su ciencia, le
contestó:
- El indio Arite no pisará más los dominios
de Caraire. Su espíritu andará errante por el espacio y tú estarás condenada a
lavar ropa a medianoche en las orillas de la laguna, hasta que llegue el hombre
que adoras; le envolverás en tu amor y volareis juntos a las regiones
ignoradas.
Gran tristeza causó a la muchacha las
predicciones del sabio y se dejó consumir por la pena lentamente, hasta morir
de dolor, como el arroyo se agota por el calor del verano. Su único consuelo
era llegar a fundir cerca su espíritu con el que amaba.
El cacique sufrió profundamente, hasta
derramar lágrimas a la muerte de la bella Irúa y la hizo enterrar cerca del
lago con gran esplendor.
Sin embargo, Arite no había muerto, luchaba
con arrojo en todos los combates, con la dulce esperanza de poseer a Irúa en
recompensa. Pero cuando tuvo noticia de su muerte, tiró las armas con
desaliento. ¡ Ya no le interesaba nada en la vida!. Se encaminó a su antigua
tribu, atravesó extensos páramos y escaló alturas, llegando a la cumbre de un
monte, desde donde se divisaba el agua plateada de la laguna. Se acercó a ella
y vió iluminadas por el resplandor de la luna, las rocas de la orilla y sobre
ellas unas siluetas blancas de mujeres etéreas, con el cabello al viento, que
lavaban y tendías ropa en las peñas.
Se aproximó y lanzó un grito al reconocer
entre ellas a Irúa, al mismo tiempo que ella loca de alegría, iba a su
encuentro. Se unieron en un abrazo e Irúa le dio un beso frío, de ultratumba,
que, removiéndole las entrañas, derramó en ellas el frío de la muerte.
Todos los habitantes acudieron al día
siguiente para contemplar el cadáver de Arite en las rocas del lago y se le dio
sepultura junto a Irúa.
El cacique murió a los pocos meses, vencido
por las tribus enemigas, y desde entonces ven los indios su alma por las
noches, que vaga por montes y llanuras, huyendo de las lavanderas nocturnas...
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