El cuarto está oscuro. Afuera no brilla la
luna, ni siquiera una estrella.
Alcmena, sola, piensa en su marido, Anfitrión, que ahora está guerreando con
Pterelao y los tafios, para vengar la muerte de su cuñado. Durante largo tiempo
ella deseó esta venganza. Llegó incluso a pedirle insistentemente a Anfitrión
que fuera a pelear.
Pero en este momento, llena de nostalgia, se arrepiente. Entiende que lo único
realmente importante para ella es la presencia del esposo.
Una sombra crece fuera de la casa. Asustada, inmóvil, la joven observa los
movimientos de un hombre que se aproxima. Dos manos enormes abren la ventana.
Alcmena grita. Pero cuando ve el rostro del recién llegado, suspira aliviada.
Es Anfitrión que vuelve del combate. Trae una sonrisa en los labios, inmenso
cariño en los ojos, y muchas historias de guerra para contar.
Al verlo entrar, la mujer desconfía, aunque sin comprender la razón: el viajero
tiene la voz y el rostro de su esposo, pero no le parece que fuera realmente
él.
Anfitrión nada nota, o finge no notarlo. Continúa contando historias de
batallas. Y, para probar lo que dice, entrega a la joven un vaso de Pterelao,
el enemigo vencido.
Ante esa prueba, Alcmena olvida su desconfianza y se entrega a su marido. Solo
mucho más tarde comprendería el porqué de su vaga sospecha. El visitante de
aquella noche no era Anfitrión, sino Zeus (Júpiter), el rey de los dioses, que,
enamorado de la mortal, había tomado la apariencia del esposo ausente para
introducirse en su casa.
Insaciable, Zeus hizo durar la noche tres días completos, ordenando a Sol que
no se levantase durante el tiempo del amor.
Y de esa mentira forjada por el dios, Alcmena engendró a Heracles (Hércules).
Finalmente, Anfitrión vuelve al hogar. Viene lleno de nostalgia y de deseo. Al
ver a Alcmena en la puerta de la casa empieza a correr y a gritar que la guerra
ha acabado. Y que él es el vencedor.
Alcmena está feliz, pero no entiende la euforia exagerada: para ella el marido
estaba en casa desde hacía tiempo. Anfitrión y Alcmena conversan toda la noche.
El equívoco, sin embargo, permanece. El cuenta sus historias de guerra. Ella ya
las sabe de memoria.
Para esclarecer tan extraño hecho, Anfitrión acude al adivino Tiresias, que le
habla del disfraz y de la visita de Zeus (Júpiter). Loco de celos, el hombre
vuelve a casa, golpea a su mujer y decide matarla.
Inocente y culpable, Alcmena pide piedad, pero Anfitrión, en su furor, no oye
nada. Arrastra a la joven hasta la plaza pública, la ata entre dos palos
cruzados y les prende fuego.
Viendo el mal que había causado a la pobre mujer, Zeus interviene en la tierra.
Hace llover intensamente y apaga la hoguera.
Anfitrión entiende el aviso divino. Perdona a su esposa. Vuelve con ella a casa
y, la misma noche, engendra un hijo, Ificlés.
En el cuerpo de Alcmena, Heracles (Hércules) e Ificlés, engendrados por padres
diferentes, esperan la hora de ver la luz. Para el hijo de Anfitrión, esa hora
llegará sin dificultades. Pero al nacimiento del hijo de Zeus la celosa Hera
(Juno) opondría duros obstáculos.
Para iniciar su terrible obra de odio, la reina del Olimpo manda a su hija
Ilitia, la diosa de los partos, que retrase el nacimiento del héroe.
Auxiliada por las Moiras (las Parcas), mensajeras del destino, Ilitia se coloca
en el umbral del cuarto de Alcmena con las manos y los pies cruzados, durante
nueve días y nueve noches seguidas.
En esa posición mágica, que cierra la matriz y tiene el sentido de un nudo, las
cuatro divinidades sujetan a la mujer e impiden que se libere del niño.
Hércules fuerza el vientre de la madre. Está ansioso por ver la luz del día.
Alcmena se retuerce de dolor y aflicción. Teme por su propia vida y por la
salud del niño.
Las Moiras e Ilitia continúan en la posición mágica, en el marco de la puerta.
Galintia, amiga de Alcmena, mira a las emisarias de Hera, que parecen clavadas
en la puerta, prolongando el sufrimiento de la mortal. Y decide engañarlas.
Entra en el cuarto. Se detiene junto a la amiga. Aguarda algunos momentos. Y de
pronto sale corriendo, finge alegría, y declara a las diosas que el niño a
nacido a pesar de Hera.
Inmediatamente, Ilitia y las Moiras descruzan manos y pies, y se va. Hércules
finalmente puede nacer.
Alcmena sabe que no existe otro camino para salvar a su hijo. Tendrá que
alejarlo, para que el odio de Juno no lo reconozca y lo destruya. Permaneciendo
al lado de su madre se convertiría en blanco fácil para la celosa diosa.
Llorosa, la pobre mujer toma al niño y se pone en camino. Se detiene en una
planicie abandonada. Busca un lugar abrigado donde pueda depositar al niño. Lo
encuentra entre unos arbustos y allí abandona al pequeño Hércules.
Después regresa angustiada a su casa. ¡Que los dioses tengan piedad del destino
de su hijo y del de ella misma, pues su dolor es tan intenso que parece
detenerle el corazón!
Hércules duerme en la planicie que después tomaría su nombre.
Se aproxima dos mujeres. Al verlo, quedan encantadas de tanta gracia y belleza.
Son Juno y Minerva, la diosa de la sabiduría.
Juno no reconoce al hijo de Júpiter. Minerva si sabe muy bien quién es ese
niño. Pero tiene sus razones para no revelarlo a su compañera: si Juno le da de
mamar a Hércules, se volverá inmortal. Y eso es justamente lo que desea la
sabia diosa.
Siempre encantada con la belleza del bebé, la reina del Olimpo se aproxima.
Juega con él, le sonríe cariñosamente, como si nunca pudiera ser su enemiga.
Minerva observa, enternecida. Aprovecha el embeleso de Juno para pedirle que le
dé el pecho al niño. La diosa accede.
Pero Hércules, hambriento, le muerde el seno para conseguir mamar. Juno,
enfurecida, lo arroja lejos de sí y se aleja hacia el Olimpo.
Allá en lo alto, la leche que le brota del seno forma una estela en el firmamento
y los hombres la llamarán la Vía Láctea, el camino de leche.
Minerva toma al niño en los brazos y se lo lleva de vuelta a Alcmena. La diosa
le explica a la madre que Juno lo perseguirá toda la vida pero, en
compensación, Júpiter ha de proteger a su hijo.