Heracles trabajó durante doce años para el rey Euristeo, rey de Micenas, para expiar la culpa de haber matado en un acceso de locura a los hijos que había tenido con Mégara. Tras terminar los Doce Trabajos para Euristeo, Heracles repudió a Mégara, pues su vida con ella sería desdichada. Buscó entonces a otra mujer, y cuando escuchó que el rey Euritos de Oechalia deseaba casar a su hija, se dirigió a esta ciudad. Euritos había recibido de Apolo un arco maravilloso, que convertía a su dueño en un gran arquero.
Proclamó entonces que daría a su hija Yola en matrimonio sólo a aquél que lograra superarlo a él y a sus hijos en arquería. A pesar del arco de Apolo, Heracles los derrotó a todos con facilidad. Pero cuando Heracles se presentó en el palacio para reclamar a Yola, Euritos le dijo que había ganado sólo por usar sus flechas mágicas, que jamás fallaban el blanco. Además lo rechazó pues, al haber sido esclavo de Euristeo, no estaba a la altura para casarse con una princesa. Los hijos menores de Euritos apoyaron a su padre, y solo el mayor, Ifitos, dijo que debía dársele a Heracles la recompensa prometida. Euritos no escuchó razones y echó de su palacio a Heracles, quien no protestó pero juró vengarse. Poco tiempo después doce hermosas yeguas y doce mulas desaparecieron de los establos de Euritos, y las sospechas cayeron sobre Heracles. Pero Ifitos se rehusó a creer que el héroe fuera culpable del robo y se ofreció a buscar a los animales. En realidad las yeguas y las mulas habían sido hurtadas por Autolicos, quien tenía la habilidad de cambiar de forma. Autolicos las habían vendido después a Heracles, quien no sospechaba que fueran robadas. Siguiendo las huellas descubrió que el rastro se dirigía a Tirinto, en donde se encontraba Heracles. Pensó entonces que se había equivocado y que Heracles había cometido el robo para desquitarse de Euritos. Sin embargo no acusó a Heracles, sino que cuando lo encontró sólo le preguntó si había visto a los animales. Heracles no los reconoció por la descripción de Ifitos, pero como era un semidiós supo que Ifitos sospechaba de él. Prometió entonces buscar las yeguas y las mulas si Ifitos aceptaba tomarlo como huésped.
Después de un gran banquete y haber bebido demasiado vino, Heracles llevó a Ifitos a la torre más alta de Tirinto, y le preguntó si desde ahí veía a sus animales. Al contestar Ifitos que no, Heracles gritó: -¡Aún así, crees que soy un ladrón! -De inmediato arrojó a Ifitos de la torre, causándole la muerte. Al día siguiente Heracles tomó conciencia de su crimen, y viajó al oráculo sagrado de Apolo en Delfos para ser purificado y para preguntar sobre cómo debía expiar su culpa. Mas la pitonisa Xenoclea se negó a responderle, diciendo que no pronunciaría un oráculo para quien asesinara a su anfitrión. Heracles se enfureció y gritó que entonces él prepararía su propio oráculo. Tomó todas las ofrendas del santuario e incluso se apoderó del trípode sagrado desde el que la pitonisa emitía sus oráculos. Se presentó entonces el mismo dios Apolo y se inició una lucha portentosa. Las diosas Artemisa y Leto acudieron para calmar a Apolo, mientras que Atenea intentaba sujetar a Heracles. La pelea terminó con la intervención de Zeus, que arrojó un rayo entre Heracles y Apolo, y los obligó a hacer las paces. Al devolver las ofrendas y el trípode al oráculo, la pitonisa le dijo que para purificarse debía venderse como esclavo durante tres años y enviar el dinero a Euritos. Cumpliendo la sentencia de la pitonisa, el dios Hermes, protector de los mercaderes, llevó a Heracles a Asia, donde fue comprado por la reina Onfalia de Lidia. Hermes llevó el dinero pagado, tres talentos de plata, a Euritos, quien se rehusó a recibirlo, pues no compensaba la muerte de su hijo. Onfalia encomendó a Heracles librar a Lidia de los ladrones que acechaban en sus caminos, matar una serpiente gigantesca que devoraba personas y ganado, y otras hazañas. Según relata la leyenda, durante estas tareas Heracles no pudo dormir pues lo molestaban los Cércopes, pequeños seres traviesos, capaces de las mayores fechorías y mentiras.
Heracles los atrapó y los ató cabeza abajo en su maza. Llevados de esta manera, los Cércopes veían el trasero de Heracles, que no estaba cubierto por su piel de león y que después de tantas luchas y tantos días de estar al sol, estaba ennegrecido. Este espectáculo provocó la risa de los Cércopes, y cuando Heracles preguntó la razón de sus carcajadas, la respuesta lo hizo reír también. Los Cércopes lo convencieron entonces para que los liberara. Cuando los caminos de Lidia volvieron a ser seguros, Onfalia tomó a Heracles dentro de su cortejo. Para humillarlo lo obligó a vestirse con las ropas de sus doncellas, hizo trenzar sus cabellos y lo adornó con joyas y filigranas. A los pies de la reina Heracles debía hilar lana. Mientras tanto Onfalia se vestía con la piel de león del héroe y jugaba con su maza, con la que golpeaba el suelo cada vez que descubría que Heracles había cometido un error en el hilado. Al pasar el tiempo nació una gran pasión entre Heracles y Onfalia. Engendraron cuatro hijos, que fueron los ancestros de grandes reyes. Cuando estaba por cumplirse el tiempo de la condena de Heracles, salieron juntos a visitar los viñedos de Tmolos. Desde una colina cercana fueron vistos por el dios Pan, el de piernas de chivo. Al ver a Onfalia sintió un gran deseo por ella, y los siguió hasta una gruta donde pasarían la noche. En la gruta, como era su costumbre, se intercambiaron las ropas, mas no se unieron porque al día siguiente realizarían los sacrificios a Dionisos, y el ritual exigía que lo hicieran en estado de pureza. Al llegar la noche se acostaron en camas separadas. Pan entró silencioso en la gruta, y tanteando en la oscuridad sintió las suaves telas de la ropa de Onfalia, que Heracles tenía puesta. El deseo lo llevó a levantar la tela y palpar bajo ella. Grande fue su sorpresa cuando descubrió la virilidad de Heracles, que se despertó en ese momento al sentir que lo tocaban y de una patada lanzó al infortunado Pan contra las paredes de la gruta. Con el ruido Onfalia se despertó, y descubrieron a Pan, quejándose adolorido en el suelo. Entre risas lo echaron de la gruta, y desde ese momento Pan aborreció los vestidos, y exigió a sus adoradores celebrar desnudos sus ritos. Al terminar la condena de Heracles, Onfalia lo dejó partir con ricos presentes y celebró con él sacrificios a Zeus, para asegurar su benevolencia.